(Fragmento de la novela La reencarnación de Buda en Lope de Vega y Jonte)

(Viene de José María Moreno y Rivadavia)

 Un cielo profundo y diáfano deslumbraba a Tilopa que lo observaba hipnotizado. Las estrellas más grandes y cercanas titilaban ostensiblemente. Luego podía apreciarse una segunda fila, una tercera y así hasta que la vista se perdía en un tejido casi imperceptible. Eran millones de astros viajando juntos hacia los confines del universo. Jánaka, sentado cerca de él, permanecía inmóvil. El Maestro llevaba horas meditando.

Tilopa, expectante, no lograba conciliar el sueño, su mente no se detenía. Viajar a tierras lejanas y desconocidas le resultaba extraordinario.

A mitad de la noche el Maestro abrió los ojos y le preguntó qué sucedía.

—Maestro… ¿Cómo puedo hacer para que el tiempo pase más rápido?

—¿Estás deseoso de partir?

—Sí.

—Te propongo descender, caminar hacia el bosque.

—¿Ahora?

—Sí, ahora.

—Pero Maestro, está lleno de peligros. Desde niño fui pastor y lo primero que me enseñaron fue  no desafiar a la montaña.

—¿Vienes o te quedas allí atrapado en los laberintos de tu mente? ¿Crees acaso que ese sitio es menos peligroso?

Se vistieron, abrieron las grandes puertas, tomaron dos cañas de bambú como bastones y caminaron. Jánaka los acompañó solo unos pasos y retornó a la sala, decidido a no seguirlos en esa rara expedición.

Atravesaron los jardines internos que dormían serenos y avanzaron hacia el bosque. Los olores, distintos a los diurnos, eran más espesos y ácidos. La humedad del suelo y la respiración pasiva de los árboles atravesaba sus cuerpos. La oscuridad crecía en la espesura, los pájaros nocturnos desde sus puestos de guardia denunciaban presencias extrañas lanzando al aire cantos disonantes. Ellos no eran de allí, el bosque nocturno nunca fue humano y sus habitantes se lo hacían saber. A Tilopa se le empezaron a congelar las manos y la punta de la nariz. Llegaron rumores de la cascada y pudo por un momento orientarse; el Maestro guiaba la expedición caminando delante. Un grupo de animales pequeños y robustos que no lograron reconocer pasaron velozmente cerca de sus cuerpos y los golpearon. Parecía una piara. En el aire vieron suspendidos los ojos amarillentos de un felino. Ojos inconfundibles. El Maestro pidió a Tilopa que siguiera caminando como si nada pasase.

Empezaron a descender dificultosamente entre las piedras y llegaron al borde del abismo, donde la montaña caía verticalmente más de mil metros. El Maestro avanzó y, trepándose de manera temeraria sobre una gran roca saliente, logró recomponer su equilibrio, mientras el viento ascendente azotaba su cuerpo. Luego estiró el bastón e invitó a Tilopa a subir junto a él.

Quedaron de pie uno junto al otro, expuestos en un plano que separaba la negrura del abismo de la luminosidad majestuosa del cielo. Mientras el viento los congelaba recibían la energía sagrada de la montaña. No se sabía si allí estaban nutriéndose, muriendo o las dos cosas al mismo tiempo.

—¿Aquí sientes la ansiedad por emprender el viaje? —preguntó el Maestro.

—No, Maestro.

—¿Qué deseas?

—Retornar al monasterio.

Estuvieron en silencio tan solo dos minutos más, que parecieron una eternidad. Cuando el dolor intenso que proporciona el frío extremo empezó a lastimar sus cuerpos el Maestro dijo:

—Ya es hora de volver.

Atravesaron nuevamente las puertas de la gran sala cuando estaba amaneciendo. Cambiaron sus ropas y encendieron el fuego. Luego de preparar el té, se sentaron a beberlo.